sábado, 20 de diciembre de 2008

Jesús de Nazaret* (Rimbaud)

Epifanía, perteneciente a la etapa inicial de El Bosco. S.XV


No sé quién habrá inventado que Jesús nació en el invierno decembrino de Belén (no se sabe realmente la fecha), tampoco sabemos quienes han cambiado e inventado tantas cosas de la historia que terminan en tradiciones -más o menos- disfrutables. Lo cierto es que muchos anticristo al parecer se han retractado en algún momento de sus vidas (entre esos, muy oportunamente Patti Smith y Rimbaud antes de morir, dicen). Y es que ateos o creyentes, cristianos (y los que creen que son cristianos), hinduistas, sintoístas, islamitas, momoyes, judíos o adoradores del sol, el maíz (o el dinero), no podemos borrar ese hito radical de la historicidad. Ese siglo cero que nos incluye a todos (la mayoría ahora estamos en el siglo XXI, aunque a veces creamos que estamos en otro). A mí ya me aburren la teorías "científicamente comprobadas" que intentan negar la existencia -física o metafísica- de ese hombre. Sin embargo, eso no quiere decir que ahora sí me voy a poner muy cursi en estas fechas ni que me empiezan a gustar demasiado las navidades, al menos no todavía.

Es una celebración distinta para todos en nuestras diferencias.
¡Disfruta la tuya!





*Poema de Rimbaud, escrito a sus 15 ó 16 años:


En aquel tiempo Jesús vivía en Nazaret:

Crecía en virtud el niño y también crecía en años.

Una mañana, cuando vio que los tejados se ponían rubes­centes

salió de su cama, mientras todo dormía bajo un pesado so­por,

para que José, al levantarse, encontrara la tarea ya acabada. Volcado sobre el trabajo y con el rostro sereno, tirando y empujando una enorme sierra,

cortaba muchas tablas con sus brazos de niño.

Lejos, sobre los altos montes, el claro sol subía

y sus llamas de plata entraban por las humildes ventanas...

Ya conducen los boyeros los rebaños a los pastos

y admiran, al pasar, al joven artesano y los ruidos del traba­jo matutino.

«¿Quién es este niño?», preguntan.

Su cara expresa una seriedad mezclada de belleza; y la fuer­za nace en sus brazos.

El joven artífice trabaja el cedro con arte, como un vetera­no;

ni los trabajos de Hiram fueron antaño tan grandes, cuan­do, en presencia de Salomón,

con vigoroso y prudente brazo, cortaba los enormes cedros y los maderos del templo.

Sin embargo, su cuerpo se arquea más flexible que una grá­cil caña,

alcanzando su espalda el hacha, cuando la levanta.»

 

Pero su madre, oyendo el rechinar de la hoja de la sierra, ha­bía abandonado el lecho,

y entrando sigilosa y en silencio,

sorprendida ve al niño que se afana y que maneja enormes tablas...

Apretando los labios mira,

y, mientras abraza a su hijo con su mirada serena, por sus trémulos labios se pierden vagos murmurios; Brilla la risa en sus lágrimas...

 

Mas la sierra, de pronto, se rompe, hiriendo los dedos in­cautos

y su cándida túnica se mancha con la sangre purpúrea...

un leve gemido se eleva de su boca.

Pero, al ver de repente a su madre, los dedos enrojecidos es­conde bajo su vestido

y, fingiendo sonreír, la saluda.


La Madre, postrada a rodillas de su hijo,

acaricia, ¡que pena!, con sus dedos los dedos del niño

y besa repetidamente sus tiernas manos, con largos gemi­dos,

bañando su cara con enormes lágrimas.

 

Pero el niño impertérrito dice: «¿Por qué lloras, madre ig­norante?

¿Porque el hiriente filo de la sierra rozó mis dedos?

¡Aún no ha llegado el momento en el que te sea preciso llo­rar!»

 

Y, entonces, reemprende el trabajo:

su madre, silenciosa, vuelve hacia el suelo su rostro lumi­noso, pensando en tantas cosas

y mirando a su hijo con tristes miradas:

«Gran Dios, hágase tu voluntad santa.» 


miércoles, 3 de diciembre de 2008

Patti Smith, "Horses & Hey Joe."

Patti Smith (1946. Chicado E.U.)




Leftfield & Afrika Bambaataa. "Afrika Shox", Chris Cunningham, 1999.

jueves, 20 de noviembre de 2008

Buscando un símbolo de paz (Charly)

Estás buscando un viejo camisón 
 estás buscando alguna religión  
estás buscando un símbolo de paz.  
Estás buscando un incienso ya  
estás buscando un sueño en el placard.  
Estás buscando un símbolo de paz.  
Y damos vueltas a la heladera y solo queda un limón sin exprimir  
nos divertimos en primavera  y en invierno nos queremos morir.  
Estás buscando un porro de papá 
 estás buscando un saco de mamá 
 porque si nada queda nada da. 
 Estás buscando un incienso ya  
Estás buscando un sueño en el placard 
 estás buscando un símbolo de paz.  
Y damos vuelta a la discoteca  y ya no quedan ganas de sonreir  
nos divertimos en primavera y en invierno nos queremos morir. 
 Será porque nos queremos sentir bien  
que ahora estamos bailando entre la gente será porque nos queremos sentir bien 
que ahora todo suena diferente.  
Y damos vueltas a la heladera y solo queda un limón sin exprimir  
nos divertimos en primavera  y en invierno nos queremos morir.

(Charly García, "Buscando un símbolo de paz")

jueves, 13 de noviembre de 2008

Noche de línea de luz (J. R. Duque)

Extranjero:

Elisa tiene, en la cima de un callejón hasta el ojo de escaleras, ranchos y retorcimientos, su habitación –garita inalcanzable, donde se instala en plan de solitaria espectadora de locuras y avatares nocturnos. El arribo de la oscuridad le depara (le ha deparado desde la niñez) escenas teñidas de un gris extraño, principios y desenlaces de historias instantáneas, sangre y carajazo.

Puño, bofetón y palo

la mayoría de las veces; melodías de amor profano

Analiza el corazón, y date cuenta
que el amor sin verdad
se alimenta con maldad

de cuando en cuando. Porque este lugar, bautizado Camboya en el nombre del ladre, del tiro y del espíritu landro, alcanza para todo acto humano, y desde la ventana de esta jeva que te cuento, la Elisa, no existen espacios secretos.

No es extraño entonces que sepa quién ajustició a Sócrates (maldito pajúo, delator confeso) para luego prenderle fuego al cuerpo inerte en plena escalera (acontecimiento que los periodistas torcieron, retorcieron, voltearon y reinventaron; Fabricio, el autor de la quema de Judas, se revuelca con la hermana de éste mientras Manuel, un pendejo que no sabe ni bola del asunto, paga cárcel en Los Flores por el crimen); es lógico que haya sido testigo del momento en que dos bichos violentaron la frágil parsimonia de Leonor (primera vez que la muchacha regresa al rancho con el aliento a madrugada y vienen esos dos a); es creíble que haya visto al Niño Tomás caer muerto de dos disparos a manos de Fabricio; es caso tolerable que sepa por qué al tipo más buena gente de por estas latitudes, José Gregorio el de Chejendé, lo llaman Caramiá.

Todas las palpitaciones del escenario, diluído en estertores de bombillos decrépitos, le han ido dejando una impronta lacustre en las cavernas de los ojos; la desgarra un escalofrío –chispazo profundo y apetito de mujer– cada vez que se reeditan las veloces cópulas en medio del glacial desamparo de los recodos.


Esta noche, Extranjero, Elisa ha olvidado apagar la luz.
En cualquier momento, de ninguna parte aparece Fabricio. Sube a guardar los gramos que sobran de la jornada: el jibareo es fuerte, los billetes llaman –la mala maña-, el negocio alucina y enriquece. De pronto lo inquieta un fulgor, detalle inusual allí arriba en aquella ventana: frente a la potencia de la luz se descubre –nítida esfinge imprevista– la silueta de Elisa. El hombre esconde los pitillos en una suerte de hábil pero injustificada prestidigitación.

–Cuidado se abre esa boca, muchacha.

La frase suena a desvarío: Elisa apaga la luz con una parsimonia desprovista de interés, y aventura una respuesta igualmente desenfadada.

–Cuánta gente no te habrá visto en ese plan, marico.

Un disparo levanta trozos de madera, cemento y zinc dentro del cuarto. Elisa observa, desde el rincón al que ha saltado para protegerse, una raya luminosa que nace en la parte baja de la pared, atraviesa una silla, alcanza el techo y se pierde en el cielo bullente. Y escucha la voz de Fabricio, justo debajo de la ventana:

–Repito: cuidado con esa boca, puta.

Y aquel callejón, Extranjero, se llena de silencios.



(Primer cuento de la Primera parte del libro Salsa y control (1996), de José Roberto Duque. Escritor, periodista, Venezuela.)

Y de las risas crueles

(Soldados israelíes humillan con "bromas" a un palestino en los "entretelones" de las masacres.)

De las risas injustas

"Toda rigidez ... del espíritu... será, pues, sospechosa para la sociedad porque es el signo de una actividad que se aísla ... Y, sin embargo, la sociedad no puede intervenir en ello mediante una represión material, puesto que no está atacada materialmente. Se halla en presencia de algo que la inquieta..., apenas una amenaza, a lo más un gesto. Es entonces mediante un gesto que responderá. La risa debe ser algo por el estilo, una especie de gesto social." 
(Bergson)

"Es divertido y notable que Bergson no hable nunca de la risa injusta, de la risa oficial frente a la belleza."


(Del libro Opio, diario de una desintoxicación. -notas desde diciembre de 1928 hasta  abril de 1929- Jean Cocteau. ed1981. Mauricio Wacquez, p.148)


Videos tu.tv

("Un perro andaluz", 1929 Francia, cortometraje escrito, producido y dirigido por Buñuel, con colaboración de Dalí en el guión. Música: preludio de la muerte de Tristán e Isolda, de R.Wagner. Y tangos argentinos. Fotografía: Albert Duverger. Escenografía: Pierre Schilzneck. Reparto: Simone Mareuil, Pierre Batcheff, Luis Buñuel, Salvador Dalí, Jaume Miravitlles.)


Rosa Parks (1913-2005)


Esta breve entrada es para recordar a dos grandes mujeres negras que han sido hitos en las luchas contra el segregacionismo "racial" (no me gusta llamarlo así porque ya es absurdo pensar que los humanos seamos de distintas razas). Sin una de ellas quizás dos hombres como Martin Luther King y Barack Obama no fueran hoy parte tan significativa de las batallas afrodescendientes. 

Ella fue Rosa Parks, una costurera que en 1955 se negó legítimamente a las órdenes del chofer de un autobús en Alabama E.U., quien le exigió le cediera su puesto a una persona blanca que iba de pie (porque la zona para blancos estaba totalmente ocupada). Este conflicto que culminó en el encarcelamiento de Parks, despertó una fuerte protesta por parte del filósofo y pastor baptista Luther King, logrando que se reconociera legalmente ese tipo de violaciones constitucionales en favor de los derechos civiles. Así comenzaron una serie de manifestaciones en contra de las segregaciones "raciales". Hasta el día de hoy y de mañana, que quizás seremos todos mestizos, ya sin ese paradigma obsoleto y criminal de la "pureza racial".  

La otra es Miriam Makeba, cantante sudafricana que murió el pasado lunes y quien fue una comprometida activista en la lucha contra el apartheid de su país. 



(Miriam Makeba -1932-2008- en la película Come Back África, de Lionel Rogosin 1959.)

miércoles, 5 de noviembre de 2008

No todo es tan malo

Fotografía: por E. Erwitt. U.S.A. "Fuentes de agua segregadas, con un hombre negro bebiendo agua". 1950




Hay que pensar , o al menos intentar pensar un poco las cosas antes de decirlas y más asegurarlas, por eso hoy no tengo mucho qué decir, espero que sí tenga en un futuro y que además sea positivo. Creo que no sólo es una buena noticia para Estados Unidos que Obama haya ganado, sino para Venezuela, Cuba y el mundo entero.

Quizás no se acabe el rancio orden económico mundial que sufrimos, la desigualdad, la injusticia, nuestro egoísmo, el “racismo”, ni los asesinos en serie; tampoco sabemos si veremos nacer algo parecido a una verdadera democracia, si mejorará el respeto por el otro y se ablandará la visión económica de inversiones, producciones, si se replanteará el sistema educativo, de salud, etc.

Además, sabemos que es muy ingenuo pensar en distinguir la línea invisible que pretende separar la verdad de la mentira, pero sí nos percatamos sobre los feroces engaños masivos o genocidios, y aunque no creo que acaben, al menos podrían disminuir un poco.

No será nada fácil la tarea que a Obama le toca, empezando por intentar superar la grave crisis económica que enfrenta Estados Unidos (no sé cómo diablos), apostar por otro tema ideológico que no sea tan belicista, equilibrar el Senado entre blancos y negros (y demás colores), desbloquear a Cuba, eliminar al torturador campo de concentración de Guantánamo, entre otras tantas cosas.

Por otro lado, quizás se le bajen un poco los humos de furia a Uribe y en vez de luchar tanto por el tema del Tratado de Libre Comercio, se siga ocupando un poco más por las matanzas, la droga y el hambre en su país.

Algún antropólogo especializado en criminalística (José Manuel Reverte Coma) asegura que un misionero (José Anchieta) alguna vez logró cambiar la mentalidad literalmente caníbal de alguna tribu en Brasil.


Siempre hay un poquito de expectativa en el mesianismo.


No sabemos cuánto van a variar las cosas, pero sí que es una óptica (esperemos) diferente y, aunque quizás no cambiarán mucho en lo sustancial, está la esperanza de que, en todo caso, algunas sí lo harán (esperemos) significativamente, sobre todo unas bastante concretas e inexorablemente ligadas a esa palabra tajantemente denominada: crueldad. 

Periodismo (Cocteau)



"Supongo que muchos periodistas no quieren mentir, pero mienten por ese mecanismo de la poesía y de la historia que deforman lentamente para lograr el estilo. Esta deformación, aplicada de manera inmediata, produce la mentira. Ahora bien, no sé si esta mentira, gracias a la cual los hechos a la larga logran un relieve, es útil sin una perspectiva. Creo que los hechos relatados con fidelidad, en caliente, tendrían, al otro día, mil veces más fuerza."


(Del libro Opio, diario de una desintoxicación. -notas desde diciembre de 1928 hasta  abril de 1929- Jean Cocteau. ed.1981. Mauricio Wacquez, p.42)

Alicia en el país de las maravillas (primera adaptación cinematográfica.)






Primera adaptación cinematográfica del libro Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll.

Dirección: Cecil Hepworth

Año: 1903

Música: Preludio de "Afternoon of a faun", Debussy.






viernes, 31 de octubre de 2008

"Con qué placer se aplaudiría a Stravinsky en las mejillas del vecino."



(Del libro Opio, diario de una desintoxicación. -notas desde diciembre de 1928 hasta  abril de 1929- Jean Cocteau. ed1981. Mauricio Wacquez, p.156.)





("La consagración de la primavera", de Igor Stravinski. Cuatro versiones del ballet, coreografía original de Vátslav Nizhinski.)





Otra interpretación (performance), del segundo acto "El sacrificio", en cortometraje.

sábado, 25 de octubre de 2008

Sorpresas del tribunal de Dios

"Una niña roba cerezas. Pasa toda su larga vida redimiendo esta falta mediante plegarias. La devota muere. Dios: has sido elegida porque robaste cerezas."





(Del libro Opio, diario de una desintoxicación. -notas desde diciembre de 1928 hasta  abril de 1929- Jean Cocteau. ed1981. Mauricio Wacquez, p.83)






(Portishead, single "The rip" 2008 en vivo. Jools Holland, BBC.)



Pincha aquí para ver el video clip


domingo, 19 de octubre de 2008

Música para camaleones (Capote)

Es alta y esbelta, quizá de setenta años, pelo plateado y soigné, ni negra ni blanca, del color oro pálido del ron. Es una aristócrata de la Martinica que vive en Fort de France, aunque también tiene un piso en París. Estamos sentados en la terraza de su casa, graciosa y elegante, que parece hecha de encajes de madera: me recuerda a ciertas casas antiguas de Nueva Orleáns. Bebemos té de menta con hielo, levemente sazonado de ajenjo.

Tres camaleones verdes echan carreras a través de la terraza; uno se detiene a los pies de madame chasqueando su ahorquillada lengua, y ella comenta:

—Camaleones. ¡Qué excepcionales criaturas! La manera en que cambian de color. Rojo. Amarillo. Lima. Rosa. Espliego. ¿Y sabía usted que les gusta mucho la música? —me contempla con sus bellos ojos negros—. ¿No me cree?

A lo largo de la tarde me ha contado muchas cosas curiosas. Que, por las noches, su jardín se llena de enormes mariposas nocturnas. Que su chofer, un digno personaje que me ha conducido a su casa en un Mercedes verde oscura, había envenenado a su mujer y luego se había fugado de la Isla del Diablo. Y me ha descrito un pueblo en lo alto de las montañas del norte que esta enteramente habitado por albinos: individuos menudos, de ojos rosados, blancos como la tiza. De vez en cuando se ven algunos por las calles de Fort de France.

—Si, claro que la creo.

Ladea su cabeza plateada.

—No, no me cree. Pero se lo demostrare.

Diciendo esto, entra resueltamente en su fresco salón caribeño, una estancia umbría con ventiladores que giran suavemente en el techo, y se coloca ante un piano bien afinado. Yo sigo sentado en la terraza, pero puedo observarla: una mujer elegante, ya mayor, producto de sangres diversas. Empieza a tocar una sonata de Mozart.

Finalmente, los camaleones se amontonan: una docena, otra más, verdes la mayoría, algunos escarlata, espliego. Se deslizan por la terraza y entran correteando en el salón: un auditorio sensible, absorto en la música que suena. Y que entonces deja de sonar, pues mi anfitriona se yergue de pronto, golpeando el suelo con el pie, y los camaleones sales disparados coma chispas de una estrella en explosión.

Ahora me mira.

—Et maintenant? C'est vrai?

—En efecto. Pero resulta muy extraño.

Sonríe.

—Alors. Toda la isla flota en lo extraño. Esta misma casa está encantada. La habitan muchos fantasmas. Y no en la oscuridad. Algunos aparecen en pleno día, con toda la insolencia que pueda imaginarse. Impertinentes.

—Eso también es corriente en Haití. Allá, los fantasmas se pasean a la luz del día. Una vez vi una horda de fantasmas que trabajaban en el campo, cerca de Petionville. Quitaban insectos de las plantar de café.

Ella lo acepta como un hecho, y continúa:

—Oui. Oui. Los haitianos dan empleo a sus muertos. Son famosos por eso. Nosotros los abandonamos a sus penas. Y a sus alegrías. Tan vulgares, los haitianos. Tan criollos. Y uno no puede bañarse allí, los tiburones son muy imponentes. Y los mosquitos: ¡qué tamaño, que audacia! Aquí, en la Martinica, no tenemos mosquitos. Ni uno.

—Lo he notado; me ha sorprendido.

—Y a nosotros. La Martinica es la única isla del Caribe que no esta atormentada por los mosquitos, y nadie puede explicárselo.

—Quizá se los traguen todas las mariposas nocturnas.

Se ríe.

—O los fantasmas.

—No. Creo que los fantasmas preferirían las mariposas.

—Si, las mariposas nocturnas quizá sean más alimento fantasmal. Si yo fuera un fantasma hambriento, preferiría comer cualquier cosa antes que mosquitos. ¿Quiere usted mas hielo en su vaso? ¿Ajenjo?

—Ajenjo. Es algo que no podemos conseguir en mi país. Ni siquiera en Nueva Orleáns.

—Mi abuela paterna era de Nueva Orleáns.

—La mía también.

Mientras escancia ajenjo de una destellante botella esmeralda, sugiere:

—Entonces, quizá seamos parientes. Su nombre de soltera era Dufont. Alouette Dufont.

—¿Alouette? ¿De veras? Muy bonito. Conozco a dos familias Dufont en Nueva Orleáns, pero no estoy emparentado con ninguna de ellas.

—Lastima. Hubiera sido divertido llamarle primo. Alors. Claudine Paulot me ha dicho que esta es su primera visita a la Martinica.

—¿Claudine Paulot?

—Claudine y Jacques Paulot. Los conoció la otra noche, en la cena del gobernador.

Me acuerdo: el era un hombre alto y guapo, el primer presidente del Tribunal de Apelación de la Martinica y la Guyana francesa, que comprende la Isla del Diablo.

—Los Paulot. Si. Tienen ocho hijos. El es muy partidario de la pena de muerte.

—¿Como es que siendo viajero, según parece, no la ha visitado antes?

—¿.La Martinica? Bueno, sentía cierta desgana. Aquí asesinaron a un buen amigo mío.

Los hermosos ojos de madame son una pizca menos amables que antes. Hace una lenta declaración:

—El asesinato es un caso raro por acá. No somos gente violenta. Serios, pero no violentos.

—Serios. Sí. En los restaurantes, en las calles, incluso en las playas, la gente tiene unas expresiones bastante severas. Parecen muy preocupados. Como los rusos.

—No debe olvidarse que aquí la esclavitud no terminó hasta 1848.

No puedo establecer la relación, pero no pregunto, pues ya esta explicando:

—Además, Martinica es trés cher. Una pastilla de jabón comprada en París por cinco francos, aquí cuesta el doble. Todo cuesta el doble de lo debido, porque todo es de importación. Si esos revoltosos consiguieran lo que quieren, y Martinica se hiciera independiente de Francia, sería el fin. Martinica no podría existir sin subvención de Francia. Sencillamente, pereceríamos. Alors, algunos de nosotros tienen expresiones serias. Pero, hablando en términos generales, ¿encuentra usted atractivos a los habitantes?

—A las mujeres. He visto a algunas sorprendentemente hermosas. Cimbreantes, suaves, de posturas magníficas, arrogantes; con una estructura ósea tan fina como la de los gatos. Además, poseen cierta fascinante agresividad.

—Eso es de la sangre senegalesa. Aquí tenemos muchos senegaleses. Pero a los hombres, ¿no les encuentra usted tan atractivos?

—No.

—Estoy de acuerdo. Los hombres no son atractivos. Comparados con nuestras mujeres, resultan improcedentes, sin carácter: vin ordinaire. Martinica, comprende usted, es una sociedad matriarcal. Cuando ese es el caso, como en la India, por ejemplo, entonces los hombres nunca llegan a mucho. Veo que está mirando a mi espejo negro.

Lo estoy mirando. Mis ojos lo consultan aturdidos: quedan fijos en el contra mi voluntad, como a veces lo están por los absurdos destellos de un aparato de televisión mal ajustado. Tiene esa clase de frívolo poder. Por consiguiente, lo describiré con todos sus pormenores; a la manera de esos novelistas franceses de avant-garde, quienes al prescindir de la narración, del personaje y de la estructura, se limitan a párrafos de una página de extensión donde detallan los contornos de un solo objeto, el mecanismo de un movimiento aislado: un tabique, una blanca pared con una mosca vagando a su través. Así: el objeto de la sala de visitas de madame es un espejo negro. Tiene siete pulgadas de alto y seis de ancho. Esta enmarcado en una caja de gastado cuero negro en forma de libro. De hecho, la caja yace abierta encima de una mesa, igual que si fuera una edición de lujo puesta para cogerla y hojearla, pero en ella no hay nada que leer ni que ver, salvo el misterio de la misma imagen de uno proyectada por la superficie del espejo negro antes de alejarse hacia sus profundidades sin fin, hacia sus corredores de oscuridad.

—Perteneció a Gauguin —explica ella—. Ya sabe usted, por supuesto, que vivió y pinto aquí antes de establecerse entre los polinesios. Este era su espejo negro. Eran artefactos bastante comunes entre artistas del siglo pasado. Van Gogh uso uno. Igual que Renoir.

—No logro entenderlo. ¿Para que los usaban?

—Para refrescar su visión. Para renovar su reacción al color, las variaciones tonales. Tras una sesión de trabajo, con los ojos fatigados, descansaban mirando al interior de esos espejos oscuros. Igual que en un banquete los gourmets vuelven a despertarse el paladar entre platos complicados, con un sombat de citron —levanta de la mesa el pequeño volumen que contiene el espejo y me lo tiende—. Lo uso a menudo, cuando tengo los ojos debilitados por tomar demasiado sol. Es sedante.

Sedante, y también inquietante. La oscuridad, a medida que uno mira dentro de ella, deja de ser negra, pero se convierte en un extraño azul plateado: el umbral de visiones secretas. Como Alicia, me siento al comienzo de un viaje a través de un espejo, recorrido que vacilo en emprender.

A lo lejos oigo su voz, recelosa, serena, cultivada:

—¿Así que tenía usted un amigo al que asesinaron aquí?

—Sí.

—¿Un americano?

—Sí. Era un hombre de mucho talento. Músico. Compositor.

—¡Ah! Ya me acuerdo. ¡El hombre que escribía operas! Judío. Llevaba bigote.

—Se llamaba Marc Blitzstein.

—Pero eso fue hace mucho tiempo. Quince años, por lo menos. O más. Entiendo que se aloja usted en el hotel nuevo. La Bataille. ¿Cómo lo encuentra?

—Muy agradable. Con un poco de alboroto, porque están abriendo un casino. El encargado del casino se llama Shelley Keats. Al principio creí que era una broma, pero resulta que es su nombre auténtico.

—Marcel Proust trabaja en Le Foulard, ese pequeño y excelente restaurante marisquero de Schoelcher, el pueblo de pescadores. Marcel es camarero. ¿Le han decepcionado nuestros restaurantes?

—Sí y no. Son mejores que en cualquier otra parte del Caribe, pero demasiado caros.

—Alors. Como he observado, todo es de importación. Ni siquiera cultivamos nuestras propias verduras. Los nativos son demasiado desganados —un colibrí penetra en la terraza y con la mayor naturalidad del mundo, se queda suspendido en el aire—. Pero nuestros mariscos son extraordinarios.

—Si y no. Jamás he visto unas langostas tan enormes. Absolutas ballenas; criaturas prehistóricas. Pedí una, pero era tan insípida como el yeso, y tan dura de masticar que se me cayó un empaste. Es como la fruta de California: esplendida a la vista, pero sin gusto.

Sonríe, no de contento:

—Pues le pido disculpas —y yo lamento mi crítica, y me doy cuenta de que no me estoy comportando con mucha gracia.

—La semana pasada comí en su hotel. En la terraza que da a la piscina. Me quede sorprendida.

—¿Por qué?

—Por las bañistas. Las damas extranjeras reunidas en torno a la piscina sin llevar nada por arriba y muy poco por abajo. ¿Esta permitido eso en su país? ¿Mujeres que se exhiban prácticamente desnudas?

—¡No en un lugar tan público como la piscina de un hotel.

—Exactamente. Y no creo que deba tolerarse aquí. Pero, claro, no podemos permitirnos que se incomode a los turistas. ¿Se ha aburrido usted con alguna de nuestras atracciones turísticas?

—Ayer fuimos a ver la casa donde nació la emperatriz Josefina.

—Nunca aconsejo a nadie que vaya a visitarla. Ese viejo, el conservador, ¡que charlatán! Y no se cual es peor, si su francés, su inglés o su alemán. ¡Que pelmazo! Como si el viaje hasta allá no fuera lo bastante fatigoso.

Se va nuestro colibrí. Muy a lo lejos oímos bandas de percusión, panderetas, coros de borrachos (Ce soir, ce soir nous danserons sans chemise, sans pan talons: Esta noche, esta noche bailaremos sin camisa, sin pantalones), sonidos que nos recuerdan que es la semana de Carnaval en Martinica.

—Normalmente —proclama— me voy de la isla durante el Carnaval. Se pone imposible. El griterío, el hedor.

Al planear esta experiencia martiniqueña, que incluía viajar con tres compañeros, no sabía yo que nuestra visita coincidiría con el Carnaval; como nativo de Nueva Orleáns, estaba harto de tales cosas. No obstante, la variante martiniqueña demostró ser sorprendentemente vital, espontánea y vivida como la explosión de una bomba en una fabrica de fuegos artificiales.

—Mis amigos y yo lo estamos disfrutando. Anoche desfiló un grupo maravilloso: cincuenta hombres llevando paraguas negros y sombreros de copa, con los huesos del esqueleto pintados en el torso con pintura fosforescente. Adoro a esas viejas damas con pelucas de lentejuelas doradas y adornos de metal brillante pegados por toda la cara. ¡Y todos esos hombres que llevan los blancos vestidos de novia de sus mujeres! Y los millones de niños llevando cirios, refulgentes como luciérnagas. En realidad, casi nos ocurrió una desgracia. Tomamos prestado un coche del hotel, y justo cuando llegamos a Fort de France, avanzando lentamente por en medio de la multitud, se nos reventó una rueda e inmediatamente quedamos rodeados de rojos diablos con tridentes...

Madame se divierte:

Oui. Oui. Los muchachitos que se visten como demonios colorados. Eso viene de siglos atrás.

—Si, pero se pusieron a bailar encima del coche. Causando enormes destrozos. El techo era una absoluta plataforma de samba. Pero no podíamos abandonarlo, por miedo de que lo destruyeran por completo. De modo que el más caluroso de mis amigos, Bob McBride, se presto a cambiar la rueda allí mismo. El problema era que llevaba un traje nuevo de hilo, blanco, y no quería echarlo a perder.

—En consecuencia, se desvistió. Muy sensato.

—Al menos fue divertido. Ver a McBride, que es un tipo muy formal, en calzoncillos y tratando de cambiar una rueda con la locura del Mardi Gras haciendo remolinos a su alrededor, mientras diablos rojos lo aguijaban con tridentes. Tridentes de papel, por fortuna.

—Pero mister McBride tuvo éxito.

—Si no lo hubiese tenido, dudo que yo estuviera aquí, abusando de su hospitalidad.

—No habría pasado nada. No somos gente violenta.

—Por favor. No estoy sugiriendo que corriéramos peligro alguno. Solo era..., bueno parte de la diversión.

—¿Ajenjo? Un peu?

—Una pizca. Gracias.

Vuelve el colibrí.

—¿Y su amigo, el compositor?

—Marc Blitzstein.

—He estado pensando. Vino a cenar a casa, una vez. Lo trajo madame Derain. Y aquella noche estaba aquí lord Snowdon. Con su tío, el inglés que construyó todas esas casas en Mustique.

—Oliver Messel.

Oui. Oui. Era cuando aun vivía mi marido. Mi marido tenía buen oído para la música. Le pidió a su amigo de usted que tocara el piano. Tocó varias canciones alemanas —ahora se ha puesto de pie, y me doy cuenta de lo exquisita que es su figura, lo etérea que parece, perfilada en el verde delicado de su vestido parisiense—. Me acuerdo de eso, pero no puedo recordar como murió. ¿Quién lo mató?

Durante todo el rato, el espejo negro ha reposado en mi regazo, y una vez más mis ojos buscan sus profundidades. Es extraño adónde nos llevan nuestras pasiones, persiguiéndonos como un azote, obligándonos a aceptar sueños indeseables, destinos inoportunos.

—Dos marineros.

—¿De aquí? ¿De Martinica?

—No. Dos marineros portugueses con permiso de un barco que estaba en el puerto. Se los encontró en un bar. El estaba aquí trabajando en una Ópera, y alquiló una casa. Se los llevó a casa con él...

Ya me acuerdo. Le robaron y lo mataron a golpes. Fue horroroso. Una tragedia impresionante.

—Un trágico accidente.

El espejo negro se burla de mí. ¿Por que has dicho eso? No fue un accidente.

—Pero nuestra policía cogió a esos marineros. Los juzgaron y condenaron y los mandaron a prisión, a la Guyana. Me pregunto si aún siguen ahí. Le preguntaré a Paulot. El lo sabrá. Después de todo, es el primer presidente del Tribunal de Apelación.

—En realidad, no importa.

—¡Que no importa! Deberían haber guillotinado a esos miserables.

—No. Pero no me disgustaría verlos trabajar en los campos de Haití, quitando insectos de las plantas de café.

Al levantar los ojos del demoníaco brillo del espejo, noto que mi anfitriona se ha retirado momentáneamente de la terraza y ha entrado en su salón umbrío. Resuena un acorde de piano, y otro. Madame esta jugando con el mismo son. En seguida se reúnen los amantes de la música, camaleones escarlatas, verdes, espliego, un auditorio que, alineado en el suelo de terracota de la terraza, se asemeja a una extraña adaptación escrita de notas musicales. Un mosaico mozartiano.

(Del libro Música para camaleones 1980, Truman Capote)




("Música para camaleones" del álbum Naturaleza sangre -2003- de Fito. Canción inspirada en el cuento de Capote)