domingo, 15 de marzo de 2009

La insoportable levedad del ser I

Fotografía: Natasha Gudermane. París

Son de cuero, perladas casi blancas, cubiertas por una especie de membrana transparente que protege el muy económico material con el cual fueron elaboradas. Las zonas que resguardan los dedos son Punta Roma y tangiblemente mucho más rígidas que las que corresponden a los talones. Quizás hayan sido confeccionadas con redondeadas y muy finas láminas de metal, como cascos protectores de muy factibles tropiezos al andar. La suela, al ser tan delgada, no es obstáculo sino puente para la honda sensibilidad de las plantas de los pies al contacto con la tierra firme y sus relieves. Se ajustan a mi pie bordeándolos con una liga en forma irregular y maleable. Aunque diferentes, me recuerdan aquellas zapatillas de niña, negras de ballet clásico que obligatoriamente debía usar mientras un salón de mil espejos torturaba mis oídos con música excesivamente meliflua y una convulsiva profesora exigía, a punta de regletazos en mis nalgas, una mejor postura al ejercer los movimientos de mis piernas semi equilibradas gracias a mi mano situada en el sostén de la barra lateral. Nunca llegué a usar las Puntas de Ballet de yeso, porque, aunque no recuerdo cómo sucedió el milagro, no seguí avanzando en los niveles de aptitud para ese tipo de estilización corporal escénica. Creo que justo después fue que me apasioné con el teatro infantil, La Cucarachita Martinez y El mago de Oz.

 Las zapatillas de ahora también son blandas, como las de las tablas y como esas que iban sobre mis medias panty rosadas  y mi malla negra que casi siempre olía a madera viva. Aunque ya están un poco deshilachadas y la superficie brillante un tanto rayada y más opaca que al estrenarlas, lo que en realidad me incomoda es que me están quedando un poco apretadas. Por ellas, mis zapatillas fantásticas actuales, es que tengo el presentimiento de que mi tiempo en este blog –este central y sus otros tres rizomas-  podría finalizar pronto. Ellas deben ser reemplazadas por otras. O renovadas.


Este fin de semana, involuntariamente, vi La insoportable levedad del ser, adaptación cinematográfica dirigida por Philip Kaufman y escrita por Jean Claude Carriere y el mismo director. Como no soy, ni pretendo, ni pretenderé nunca ser Crítica de Arte, me atrevo a emitir un juicio de valor tan egoísta, poco pensado e injusto, como que la película me pareció muy mala; y además, que lo único salvable es la fotografía del siempre excelente Sven Nykvist. Es que  Kundera me había inundado con sus vaivenes temporales e historias, porque eran muchísimas. También, que no es pertinente pero para mí importante por eso de ser cursi, me hizo llorar mucho en el último capítulo sobre Karenin. 

Cada historia, de toda la novela, era un golpe bajo en el estómago, o pellizco metafísico en el antebrazo. En cambio, la película se reduce a una floja recopilación de anécdotas visuales en sucesión lineal, cual fotosecuencia.

En aquel tiempo, me había identificado muchísimo con Teresa, claro la del libro, que era una tonta normal, aniñada y consentida pero con una vida mental, emocional y expresiva muy compleja, con un mundo interior extraordinario, sin embargo, la de la película es otra; otra con una interpretación que parece padecer gravemente de deficiencia cerebral (con el perdón de Juliette Binoche). También había sentido mucha afinidad con algunas características de la independiente y soberbia Sabina, pero en la película parece más una feminista histérica. Con ciertas búsquedas y utopías de Tomás también me había familiarizado bastante, pero el de la película se percibe más como un galán inglés de porno. Y  hasta había sentido inclinación hacia algunas de las opiniones de Franz, pero qué va. El único personaje que cumplió mis expectativas  fue Mefisto, (el cerdito rosado).

Parte de los subjetivos y diferentísimos análisis de las historias de la vida. Supongo que es algo irremediable.

Así que de casualidad, tenía un empolvado ejemplar cerca y algunos significativos párrafos, como éste, me hallaron en el recuerdo:

 

   Él tenía doce años cuando el padre de Franz la abandonó repentinamente. El niño supuso que estaba ocurriendo algo grave, pero la mamá veló el drama con palabras neutrales y suaves para no excitarlo. Ese día fueron a la ciudad y al salir de la casa Franz se dio cuenta de que la madre llevaba en cada pie un zapato distinto. Se sentía confuso, tenía ganas de advertírselo, pero al mismo tiempo le daba miedo que una advertencia de ese tipo pudiera herirla. Así que pasó dos horas en la ciudad sin poder apartar los ojos de sus zapatos. Aquella vez empezó a entender qué era el sufrimiento.

(Fragmento de La insoportable levedad del ser, TusQuets editores, 1988. p96).

2 comentarios:

JRD dijo...

Ya, ya, ya, tampoco eres la de esta foto.

Pupila dijo...

No, no, no.
Es ella: http://www.gudermane.net/